Desde mi celda doméstica
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sábado, 2 de mayo de 2015

EL REQUIEM DE BERLIOZ



El Requiem de Berlioz


Estamos en Francia. Concretamente, en París, en la Iglesia de san Luis de los Inválidos. Es la década de los 70. El sagrado recinto está presidido, esta vez, por dos enormes banderas de la nación gala. En medio de una enorme expectación, entra, como uno más, el Presidente Giscard D´Estaing.  Se le recibe de pie y con sobrios aplausos. Sin llegar a sentarse, la Orquesta Nacional de Francia y la Orquesta Filarmónica de París, junto con los Coros de Radio Francia, entonan La Marsellesa. Se sientan todos. Tras el presidente francés, el arzobispo de París. Un enorme gentío ocupa las naves y galerías del templo, que parece venirse abajo. Los cantores e instrumentistas llenan por completo la zona del presbiterio. Frente a ellos y en elevado podium, Leonard Bernstein. La trompetería se sitúa sobre los arcos superiores del mismo presbiterio. 
Y empieza el Réquiem o Gran Misa de Difuntos, de Héctor Berlioz, el director y compositor agnóstico del XIX francés, que nos prolonga a través de hora y media el gran drama humano de la muerte esperanzada. En el sonar de trompetas aéreas y de más de veinte timbales sobre el frío suelo, se experimenta anímicamente el espectáculo de la resurrección. Lo fúnebre y lo glorioso se ven entrelazados por la súplica piadosa de los que esperan el inapelable Juicio Final. Los llantos de los violines se enjugan en el fervor de las voces casi divinas a fuerza de humanas. Y, en el centro de la tragedia, el Sanctus que, en esta ocasión, protagoniza el tenor Stuart Burrows, que nos transporta a todos al estrado del trono celeste, en el que el Hijo del Hombre, Señor y Juez de la historia humana y del universo pleno, es aclamado por los coros angélicos en un trisagio inefable. Es tal la emoción que nos embarga, que vemos al propio Bernstein con los ojos humedecidos cuando, arrastrado por la belleza de la música, gira su rostro hacia la cuerda de bajos y contrabajos, como no creyendo que sea posible tanta grandeza sonora en tan reducido espacio.
Al último compás de un amén pianísimo, estallan en aquel recinto, en el que un siglo antes se había estrenado la misma obra, una ovación y unos gritos indescriptibles. El genial director, empapado en sudor, ha de cubrirse con una larga capa para saludar, una y otra vez, a la enfervorizada audiencia. Todos, al fin, sobrecogidos, vuelven a sus hogares con la certeza de haber asistido al más formidable ensayo del postrer evento de la aventura humana: el triunfo del Dios vivo.

Alfonso Gil González
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