Los mayorales de Dios
Nuevamente se abre la polémica sobre si los obispos deben o no aconsejar políticamente a los que les están confiados. Pues claro que pueden. Pueden y deben. Lo político, desde una perspectiva histórica, debe ser la concreción de lo teológico. Siempre se ha dicho aquello de que fe sin obras a nada conduce. Y eso es lo que duele. Que la fe no vale para nada si no es capaz de mejorar el mundo.
Obispo es un término griego que significa el que vigila alrededor. Ese alrededor no es solamente local, lo es temporal también. Y nadie tiene la memoria tan despejada y nítida como la Iglesia. Al inicio de ésta, con el candor que pendía de los labios cristianos, las comunidades se gobernaban con los sencillos apóstoles, a los que se unían los presbíteros y los diáconos, según las necesidades de las mismas. Pero la astucia de las tinieblas provocó la rápida reacción de quienes deseaban caminar en la luz. Y surgieron los obispos.
Cuando todo va bien, cuando las ovejas no corren peligros, ni dentro ni fuera del redil, los obispos no serían más que garantes de la apostolicidad eclesial. Pero cuando el ambiente interno y externo está enrarecido, cuando todo el mundo opina y legisla impunemente, cuando se toma a pitorreo el ser creyente, cuando no hay coherencia cerebral ni cordial, cuando la sociedad, eclesial y extra-eclesial, se la ve patas arriba, porque es demasiado duro la fidelidad evangélica, es necesario y preciso que los obispos hablen, que los obispos aconsejen, y también que los obispos recen.
Ya me guardaré yo de dar la razón a los obispos cuando sus vidas no respondan al sentir de Jesucristo; pero, aunque fueran más pecadores que Satanás, he de defender el derecho y el deber que tienen de pensar, hablar y escribir para bien de este rebaño que es la Iglesia, y que lo es también el mundo, como mayorales electos de Dios.
Alfonso Gil González