MADRID 1982
Aunque la música es, desde mi infancia, parte del trípode sobre cuya base se sostiene mi personal edificio, he de reconocer que en la década de los 80 adquirió una especial relevancia. Me refiero, como es lógico, a la música culta. Llevado de mi melomanía –pues el poder trascendente de la música ayuda a la contemplación de la Trascendencia por antonomasia- adquirí o grabé cientos de obras. No obstante, y por causa de las otras bases del trípode, la religiosa fue y es la música a la que más he dedicado mi tiempo, mi estudio y, como fruto de ello, mi descanso. Bach, como compositor, y afín en tantas cosas, se lleva la palma. No dado al vino, ni al juego, ni a las malas compañías, mi tentación, como la fe, entraba por el oído. Digo mi tentación porque, si os soy sincero, las demás las venzo, por tenerlas en menosprecio, más fácilmente. Ésta, en cambio, por pertenecer al mundo más espiritual y noble, no puedo ni quiero vencerla.
En aquellos años madrileños, aparte de la escuchada en casa –la música antedicha creaba un clima íntimo y estético-, iba con frecuencia a los tres grandes cosos existentes en la Capital: el Teatro Monumental, el Auditorio Nacional y el Teatro Real. En éste, el 28 de marzo del 82, asistía a la interpretación de la Pasión según san Mateo, de J.S.Bach, versionada por la Orquesta y Coro de la RTVE, dirigidos magistralmente por Odón Alonso. La reina de España, Sofía de Grecia, estaba en el palco real. Yo, en esta ocasión, estaba invitado por mi buen amigo Hijas Palacios, magistrado del Tribunal Supremo. Desde mi butaca de patio n.3 de la fila 4 seguí el magnífico Oratorio bachiano con una partitura de bolsillo. A su término, Hijas y yo entramos a los camerinos para saludar a los solistas –entre ellos, nada menos que el contratenor René Jacob- que tuvieron la amabilidad de firmarnos los programas del concierto. También saludé, con tal motivo, a mi amigo calasparreño, Pepe Moreno, que tocaba la flauta, y a la arpista María Rosa Manzano, de la que escribí en otra ocasión.
El magistrado Hijas era un hombre religiosamente inquieto y emprendedor. Había escrito varios libros de reflexión evangélica. Aún conservo el que me dedicó sobre la justicia y los jueces en la Sagrada Escritura. Un intento de construir cristianamente la Justicia. Con él fui a casa del poeta Molina, con el deseo de crear un grupo artístico-evangélico que fuera eficaz medio de apostolado entre la juventud. Pero la vida de ambos, bastante mayores que yo, quedó truncada en poco tiempo. Sirva este recuerdo de devota ofrenda a los dos. Y a un tercero, José Vilches, jefe del tribunal de Hacienda para Empresas, que me ayudaba a hacer la declaración de la renta anual. Su caridad sin límites fue la llave con que, poco después, le abrirían las celestes puertas. Por otros motivos, tampoco pude llevar a efecto la creación del coro que me había propuesto el Colegio Sabiduría. Y no menor era el afecto que nos profesaba José Martínez Blanco –con quien también iba a los conciertos del Real-, actor de doblaje, de voz prodigiosa, fallecería, paradojas de la vida, de un tumor en la garganta.
Lunes Santo del 82, en Cehegín, asisto a un recital del pianista Miguel Baró, que interpretó obras de Soler, Beethoven, Chopin, Medina y Turina. Cehegín siempre ha potenciado la cultura de modo notable. Educado por los hijos del Juglar de Dios, ha tenido siempre una especial tendencia a la música, destacando en sus orfeones y bandas.
Allende los mares, otras músicas sonaban para Argentina e Inglaterra. La llamada guerra de las Malvinas, que se resolvió rápidamente, ponía notas fúnebres en el concierto de las naciones hispanas. El mundo se resentía gravemente, además, con el conflicto entre Irán e Irak y lo que yo llamaba, en aquellos días, los jaleos del Líbano. España, mientras, tendría el Mundial de Fútbol, y mi madre adquiría el rango de bisabuela.
Era el año 82 el de la trágica muerte de Gracia de Mónaco, en aquel desgraciado accidente de automóvil conducido por su hija menor. Aquella bella actriz, transformada en Princesa, había sido luz y guía para toda una generación. Todos lloramos su partida.
España, que ha tenido elecciones generales ganadas por los socialistas, recibe la visita de Juan Pablo II. Nueve días estuvo entre nosotros. El 3 de noviembre, tuve la ocasión de estar presente entre los innumerables asistentes en el Estadio Bernabéu, jamás tan lleno como ese día en que doscientos mil jóvenes se habían dado cita para ver al Papa polaco. Aún conservo una fotografía espectacular del momento. Se criticó, entonces, que el viaje papal suponía una exhibición de poder, de triunfalismo, y gastos innecesarios, pero todos, al fin, se pusieron de acuerdo en que la visita de Juan Pablo II nos había hecho un poco mejores.
Alfonso Gil González