María Dolores
Vayan estas líneas dedicadas a una extraordinaria mujer, que conocí hace mucho tiempo. Aunque de padre cántabro y madre manchega, ella había nacido en Madrid. Allí pasó la mayor parte de su vida. Una vida aparentemente igual a la de cualquier otra madrileña, si no fuera porque -¡Oh caminos inescrutables de la Providencia!- llegaría a casarse conmigo, y ese SI a un hombre como yo le hace acreedora del más alto galardón a la heroicidad, algo así como la laureada de san Fernando.
Educada muy cristianamente en colegio de monjitas, aquellas profesoras de hábito talar se habrían alegrado de que, algún día, formara parte de su claustro. Pero no fue así. Acabados los estudios, el trabajo la esperaba con la misma ansia y necesidad que las religiosas de santa Susana. Trabajo, en competencia brillante frente a los hombres, que le absorbió la vida hasta el nacimiento del segundo de nuestros tres hijos, por aquellas regulaciones laborales de la primera época felipista.
Madre abnegada y esposa fidelísima, supo hallar tiempo para la ayuda parroquial y vecinal, con especial atención a los niños, que la saludaban por la calle de la capital hispana con la misma naturalidad con que, desde hace diez años, la tratan sus catequizandos cehegineros. Por todas estas razones, y porque hace tantos años que nos casamos, un 26 de noviembre, quiero que esta columna le sea merecidísimo homenaje. No exagero si públicamente reconozco el don inmenso que recibí al encontrar una mujer tan bella, buena y hacendosa, cual lo es mi esposa.
Alfonso Gil González