Mis fiestas caravaqueñas
Me tengo que remontar a más de medio siglo, en la década de los 50, cuando la infancia despierta la imaginación que trueca en real todo sueño. La cosa empezó con el noviazgo del hermano de un cuñado mío. Se le ocurrió llevarme, en bicicleta, a ver a su novia caravaqueña. Con las carantoñas de la amada se le olvidó regresarme a casa, y hubo mi familia de ir en coche a recogerme antes de que mi padre se enterara del atraso de su pequeño varón.
Eso de ir a Caravaca me resultaba atractivo. Una vez, en complicidad con un amigo, cogí la Montesa de mi primo Asensio, cuya llave de contacto improvisamos chafando con dura piedra un clavo de los de herrar las caballerías, y hacia la ciudad vecina nos dirigimos. Eso sí, la carretera sin asfaltar. Apenas había circulación rodada. Tampoco guardias de tráfico. Entonces, vigilaban nuestras carreteras una sección motorizada de la que se llamaba Policía Armada, que vestían de gris.
Más tarde, pero en la misma década de los 50, vine a Caravaca con la Escolanía del Colegio Seráfico. Veníamos a cantar la Misa Solemne del Día de la Santísima y Vera Cruz. Vine cinco años consecutivos. A los seráficos nos daban de desayunar en la cafetería de la Plaza del Arco. El chocolate era delicioso. No es por nada, pero ¡qué bien cantábamos los seráficos de Cehegín! La Misa en el Salvador era siempre pontifical, presidida por el señor Obispo, a la sazón, monseñor Sanahúja y Marcé. Sé que llegó a comentar que habría que pagar por escuchar tan brillantes voces.
Después he venido a las Fiestas más mayorcito, invitado por mis cuñados caravaqueños. Tener tres hermanas casadas con hombres de aquí te da cierta carta de ciudadanía, aparte de que jamás me he sentido extraño en esta capital del noroeste murciano. No sé si será por aquellos recuerdos atávicos de mi infancia, pero, estando viviendo en Madrid, me venía a Caravaca a hacer los cambios de aceite y demás revisiones del coche. Juan Antonio y Pablo, de la Nissan, pueden dar fe.
Ahora he vuelto a participar de las Fiestas de Caravaca también con la música. Cantar la Misa del día 1 en la explanada del Castillo, o la del día 3 en la Iglesia del Salvador, cierra en mi existencia un círculo vital de inefable definición.
Alfonso Gil González