MOTU PROPRIO
Desde que el Espíritu Santo descendiera sobre la Iglesia naciente, ésta, abierta al mundo y para servir al mundo, no tiene más mensaje que el de Jesucristo, no está bajo otra ley que la de su amor, no realiza otro programa que el del sermón de la montaña.
Católica por definición esencial, apostólica por procedencia y misión, una por complementariedad con su única cabeza, la Iglesia es de todos y a todos los pueblos se debe. No posee lengua propia, no pertenece a una raza, no utiliza una liturgia unívoca e invariable.
Tiene, sí, un credo y unos sacramentos. Pero, por lo mismo que todo sacramento es signo de la presencia salvífica de Cristo en nuestras vidas, la misma Iglesia puede denominarse como el gran sacramento. Al igual que el Hombre. Al igual que la Sagrada Escritura. De hecho, la Eucaristía, la Palabra y el ser humano son presencias reales de lo divino, así como la evidente manifestación de lo creado es exponente de su amor extensivo y vivificante.
La Iglesia, pues, no alberga secretos sectarios ni usa lenguajes arcanos, inaccesibles al hombre normal. Ella es, también, encarnación y misterio anticipado de la resurrección final. Por ello, toda utilización mágica, más bien propia de primitivismos tribales, le debe ser ajena.
Santa y pecadora a un tiempo, la Iglesia porta sobre su frente la estrella que conduce a la humanidad a su victoria definitiva.
Alfonso Gil González