Nuestro Padre Jesús
Siempre me llamó la atención ese título, esa advocación aplicada a Jesucristo. Si Jesús es el Hijo, ¿cómo se le dice Padre? ¿No es eso una contradicción teológica? Evidentemente no. Nuestro Padre también es el Padre de Jesús, como nuestro Dios es su Dios. Así leemos en el Evangelio: “Voy a mi Padre y a vuestro Padre, voy a mi Dios y a vuestro Dios”. Ahora bien, ¿por qué la piedad popular une ambos conceptos? ¿Por ignorancia? Evidentemente tampoco.
Si leemos detenidamente el sagrado texto, nos tropezaremos con frases como ésta: “Quien me ve a mí, ve al Padre”, o “el Padre y yo somos Uno”, o “lo que hacéis con uno de estos conmigo lo hacéis”. Esa identificación con el Padre y con el ser humano es, simplemente, la viva proclamación de la fe cristiana en la encarnación del Verbo y, por ende, en la divinidad de Jesús de Nazaret. Se mire hacia arriba –divinidad- o hacia abajo –humanidad-, la persona de Cristo encierra en sí todo el misterio trinitario, de tal modo que Él mismo nos llega a decir: “Nadie va al Padre si no es por Mí”. O esta otra, aún más profunda si cabe: “Sin Mí nada podéis hacer”.
En una de sus cartas nos recomienda y pide san Pablo que tengamos en nosotros los sentimientos propios de Jesucristo. Pura lógica: “Así como el Padre me envió, Yo os envío”. Y es que, lo he dicho mil veces: un cristiano, y más un nazareno, no es un fan de Jesucristo, es Cristo mismo hic et nunc, es decir, aquí y ahora.
Pues bien, retomando la idea: ¿cuáles son los sentimientos propios de Cristo Jesús? Simplemente, los sentimientos, por decir así, del Padre. Pensad en la parábola del Hijo Pródigo. Pensad en aquello que dice: “Lo que vi en el Padre eso es lo que os he dado a conocer”. Pensad en ese pasaje, cuando ve Jesús a Jerusalén en lontananza, ya próxima su Pasión, y, con lágrimas en los ojos, exclama: “¡Cuántas veces quise cobijarte como la gallina cobija a sus polluelos, y no quisiste!” Es decir que los sentimientos de Cristo son paternales, o maternales, que da igual.
Teniendo, pues, en cuenta todo eso, y mil frases y acciones más narradas en el Nuevo Testamento, yo, de niño, no entendía por qué se llamaba “Nuestro Padre Jesús”, pero ahora sí lo comprendo. Y lo tremendo del misterio cristiano es que es, también, nuestro propio misterio, el de cada hombre y, por supuesto, el de cada nazareno, el de cada uno de vosotros que lo portáis por las calles cehegineras. Vosotros, que portáis su Imagen, sois y debéis ser la imagen viva del que portáis. Quedaos con esta lección, y no habré escrito en vano.
Alfonso Gil González