SERÁFICOS EN CEHEGÍN
La Virgen de las Maravillas ha vuelto a reunir a gran parte de sus seráficos de antaño, hoy dispersos por el ancho mundo. Es Ella imán irresistible, sol de la constelación franciscana. Sus hijos, aunque aparentemente lejanos, mantienen el equilibrio de sus almas gracias a su poderosa atracción.
Cuando, en la mañana del pasado sábado, ascendieron a su camarín conventual, haciendo corona entrelazada de sentimientos y oraciones a su alrededor, la mirada de la Virgen tornóse hacia ellos más maternal que nunca, y el Hijo pareciera despegarse de sus brazos para bendecir con caricias a esos sus otros hermanos que cantaban, emocionados, “nuestros pechos serán tu altar, nuestras almas tu camarín”. La escena no es para ser narrada.
Con las palabras de bienvenida –“los árboles más grandes ahondan más sus raíces-, el ministro provincial de la orden seráfica saludaba y reflexionaba, a un tiempo, la trascendencia de esa anual vuelta a Cehegín, al nidal donde se alimentaron de saberes y quereres del espíritu, que les ha permitido llegar a lo que son, irradiándolo, unos, en sus familias y trabajos, y, otros, en sus tareas más propiamente evangélicas.
Imposible salir del sagrado recinto conventual sin cantar la “tota pulcra” a la Madre, una vez más ruborizada y agradecida a los piropos de aquellos que, hace cuarenta años, o más, componían la mejor “schola cantorum” de la geografía hispana.
Y salieron a la calle, y el Ayuntamiento les ofreció la Casa de la Cultura para que siguieran en vídeo la historia de Begastri y Cehegín., su pueblo de adopción. No estaría mal que hubiera una calle o plaza dedicada al Colegio Seráfico, que tantas glorias dio y da, mientras vivan estos sus hijos de entonces, que tienen a Cehegín grabado en la piedra cordial de sus amores. No estaría mal. Ese Begastri, hoy ruinas de un ayer esplendoroso, les fue mostrado, in situ, por el sabio director del Museo Arqueológico.
Tras la comida fraterna, las palabras homenaje a los de la quinta del 40 y del 50 de la pasada centuria. Y el broche de oro del “adiós, nidal”, que se hace imposible cantarlo sin que las lágrimas afloren en esos rostros maduros, surcados de tiempo y sacrificio, que aún conservan los anhelos del Pobre de Asís.
Alfonso Gil González