Temer o amar
Una de las cartas católicas, la 1ª de Juan, nos dice que el amor perfecto expulsa al temor. Pero toda la Sagrada Escritura está invadida de la idea de que el temor a Dios es el principio de la sabiduría, y, es más, de que sólo sus santos temen en verdad al Señor. ¿A qué temor, pues, se refiere san Juan en su carta? Sin duda, al temor de los iniciados, de aquellos que no hacen el mal por el simple miedo al castigo. Los santos carecen de este temor primario. Es el temor propio de los esclavos. No se puede ser esclavo e hijo al mismo tiempo. Se empieza por el temor propio de los siervos para adquirir el propio de los hijos, que se funde con el amor. A veces, se pasa por un temor intermedio, que es el de aquellos que obran bien buscando el salario final. Los tales tienen espíritu mercantil y creen comprar el cielo de algún modo.
La Biblia dice que nos apartemos del mal y que obremos el bien. Si sólo dijera lo primero, con sólo el miedo sería suficiente. Hay mucha gente que no hace mal –o cree no hacerlo-, pero tampoco hace el bien. No es lo mismo no hacer a los demás lo que no queremos que ellos nos hagan, que hacer a los demás lo que queremos que ellos obren con nosotros. Esto último es la regla de oro de la conducta humana, mas supone haber alcanzado la condición de hijos. Por ejemplo, se puede no ser injusto, pero sin practicar misericordia; o no odiar, sin que por eso se ame.
Ahora, aterricemos. Nuestros gobernantes no parece que tengan temor de Dios, pues ni en Él piensan. Tampoco parece que sean sus hijos, puesto que “sólo los que se mueven por el espíritu de Dios lo son en verdad” (busquen la cita en NT). Al contrario, educan a su ciudadanía en la ligereza moral, es decir, conductual, empezando por los jóvenes. No se percatan de que la ligereza, como diría un santo amigo mío, es madre de todas las pasiones, aleja el respeto, expulsa el temor de Dios y da a luz el desprecio. A ellos, a los gobernantes, no les va el programa de felicidad ajena, pues desconocen en la praxi el de las Bienaventuranzas. Confunden felicidad con diversión. Y, naturalmente, esperan el voto de los “divertidos” que, por otra parte, cada vez son menos. Pues no está la cosa como para tirar cohetes.
Alfonso Gil González