Desde mi celda doméstica
Buscando...
viernes, 15 de mayo de 2015

UN TRIENIO EN ALICANTE


Un trienio en Alicante


Del verano del 72 al verano del 75 estuve viviendo en Alicante, en la Parroquia de San Antonio, de la que fui coadjutor. Al nuevo encargado de vocaciones le entregué el vehículo que yo utilizaba desde mayo del 70. La primera impresión alicantina me la produjo el bullicio de la gente y el ruido de los coches. Me resultaba algo babilónico. Pronto, el despacho parroquial sería un pequeño refugio, donde contactaría más personalmente con la feligresía y podría seguir la lectura de los libros de teología, filosofía y música, por ese orden de preferencia.
En septiembre del 72 hay tres fechas que debo resaltar. El 6, el entierro en Cehegín de Luis el Sacristán; el 10, la Primera Comunión de uno de mis sobrinos; y el 14, tras setenta y cinco años de su fallecimiento, la sepultura, en la iglesia parroquial de Santa María Magdalena, de los restos mortales del obispo Caparrós, que era ceheginero, y que, según reza la lápida, vivió y murió paupérrimamente. Todo esto me fue posible presenciar por estar ayudando, esos días septembrinos, a la banda de música en la dirección de sus conciertos, corridas de toros y procesiones de fiestas. ¡Cómo me gustaría volver a escuchar el  bello pasodoble Fermín Murillo, que aquellos buenos músicos interpretaban en casa de mi madre, mientras ella les ofrecía un agradable agasajo! A Cehegín volvería en noviembre para asistir al sepelio del padre de la familia Abril Zafra.
La vida parroquial, que era intensa, solía transcurrir entre bautizos, bodas, entierros, visitas en el despacho, llamadas desde distintos lugares. Cuando en uno de esos lugares –permítanme que no diga cuál- acababa de celebrar una boda, una joven me llamaba para decirme que su padre se había suicidado con unas tijeras de cortar cuero. Me personé en su casa y asistí a su sepelio. La depresión había llevado a una buena persona a tomar decisión tan trágica.
Pero Alicante era más que una simple vida parroquial. El colegio anexo de San Antonio también precisaba atención espiritual, y el Calasancio, y el vecino de las religiosas franciscanas, y el lejano de las Oblatas. Con aquellos jóvenes me solía reunir semanalmente. Eran buenos catequistas y excelentes músicos del coro. De los que se iban casando, y de las parejas que habían asistido a cursillos de cristiandad, se formaría un buen grupo de matrimonios a los que atender. También en Elche. Les insistía mucho sobre el ejercicio mental de la presencia de Dios, convencido de que ello era clave para poner sólidas bases en sus vidas. La alcoholemia de alguno me llevó a poner mi granito de arena en la asociación APAEX, invitado por  el doctor Pérez Martorell, su  médico director.
Las vacaciones las solía tomar en septiembre, como es obvio a un ceheginero, y las aprovechaba para hacer o dar Ejercicios y para  viajar con mi madre. Viuda desde el 67, solía llevármela conmigo a recorrer España con un coche que me prestaba siempre algún amigo de verdad. Esos amigos surgían del Movimiento Familiar Cristiano, al que yo atendía, y he de agradecer públicamente tal generosidad, pues no sólo me cedían el vehículo, sino que abonaban los gastos que él originaba. Detalles tales no sé si ahora se ven por este mundo. La bondad de aquellas gentes hacía que el trabajo de atenderlas resultara casi placentero. Así lo dejaba expreso en mi diario, repleto de mil y una anécdotas.
Mi encuentro, en ese tiempo, con los llamados niños de Dios, o con los testigos de Jehová, o con los mormones, pues de todo había en aquella ciudad levantina, suscitaba diálogos interesantes que siempre me han ayudado a una comprensión mayor del ecumenismo, aún a sabiendas de que no todo era trigo limpio.
Estando en Alicante me tocó jurar bandera. Eso quería decir que ya había cumplido los treinta años, edad a la que los clérigos prestaban el juramento de fidelidad a la Patria. Fue en el campamento militar de Rabasa. Exentos, como estábamos, del servicio militar, no estábamos dispensados de ese juramento a la bandera de España. Militarmente, éramos equiparados a los alféreces provisionales. A partir de ese momento, se estaba facultado para asumir la capellanía del ejército. Cosa que yo decliné.
Entre las muchas visitas que atendía en el despacho, recibí la de una joven maestra, de 25 años, que tenía segura su vocación religiosa. Poco después, ingresó en el Carmelo de Manises (Valencia), llegando a ser abadesa. Una terrible enfermedad la llevaría a la muerte, falleciendo en el Carmelo valenciano de Godelleta. Siempre supe que esa joven tenía madera de santa, y así deberían considerarla sus paisanos granadinos. Justo lo contrario de aquel hombre que, para poder librarlo de la cárcel, hube de limosnear el dinero de la fianza. Dinero que jamás devolvió al empresario de Onil, que se lo prestó.
En uno de los viajes a Cehegín, me llevé a Alicante a un matrimonio que se hallaba en paro. Ella sería excelente cocinera del convento; él, prudente y servicial portero del colegio. Allí echaron raíces y les nacieron varios hijos. Cuando ya jubilados, este matrimonio regresó a nuestro pueblo, tuvo la enorme desgracia de perder a dos de sus hijos en sendos accidentes de tráfico, casi en el mismo tramo y con muy poco tiempo de diferencia. Todo Cehegín lloró la tragedia que se cernía sobre unos padres ejemplares, cuyos nombres omito por ser su virtud pública y notoria.
Una de mis obligadas salidas conventuales eran a la librería Manantial, donde adquirí decenas de libros de teología pastoral, muy útiles para el trabajo y la reflexión. Después de tanta lectura, llegué a escribir que, sin la teología, la filosofía quedaría en mero balbuceo. Como quedó aquel joven que, un día, dejó en mi confesionario una carta con un dinero, importe de unos libros que había robado tres años antes. Y se despedía en la misma, con propósito de suicidarse, si Dios no ponía su mano providente en tan grande despropósito. Me quedé de piedra, sólo pude rezar por él y, al día siguiente, recorrí las librerías que me indicaba la nota, devolviéndoles el dinero del joven desesperado.
El permanente contacto con los enfermos de la parroquia despertó en mí una especie de vocación hacia la medicina. Siempre creí que un sacerdote médico sería doblemente eficaz. Pero, a pesar de que un buen amigo me pagó la matriculación en la universidad alicantina, mi sentido de la obediencia me impidió la prosecución de tan loable carrera. Y esto me recuerda, como nota curiosa, que, entonces, llegué a tener la tensión entre 10´5 de máxima y 6 de mínima. Y esa es la tensión que ahora me gustaría tener, más o menos, pero los años y los kilos no me lo permiten.
Alfonso Gil González 

Compartir en :
 
Back to top!