Desde mi celda doméstica
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viernes, 15 de mayo de 2015

TRIENIO TUROLENSE


Trienio turolense


Como dije, los Superiores habían determinado reunir a los teólogos de las provincias franciscanas de Valencia y Murcia en Teruel. Allí pasaría mi curso los tres últimos años de carrera, previos a la ordenación sacerdotal. Teruel, en los años 1964-1967, era una ciudad de tamaño medio, más bien pequeña para ser capital de provincia. Su fama le venía por varios aspectos, tales como el frío -se llegó a -18º-, el recuerdo trágico de sus batallas en la guerra del 36, el jamón, los amantes, el torico, el viaducto, el seminario diocesano, etc… En realidad, una ciudad encantadora. 
El convento en el que residíamos se llamaba de san Francisco. Su iglesia era de estilo gótico, amplia, sencilla, fría y alta, con coro dotado de órgano de tubos. En él cantábamos diariamente. De vez en cuando, salíamos a cantar en otras iglesias, como la catedral, cuyo bellísimo templo, de estilo mudéjar, tiene un artesonado único en su género. El convento franciscano está situado a la salida hacia Zaragoza, en el margen derecho de la carretera, paralela ésta a la vía férrea, y ambas al río Turia que baja hacia Valencia. ¡Cuántos paseos por sus orillas!
La zona conventual que ocupábamos los estudiantes teólogos tenía una biblioteca importante. En ella se guardaba gran material dedicado al cine y a la política, además de a la literatura, filosofía y teología. En ella leí treinta y ocho tomos de la oratoria de Juan Vázquez de Mella, prócer del carlismo español, que solía veranear en tierras cehegineras. Había, también, una capilla u oratorio, estrecha y alargada, que parecía un vagón de tren. Ella era nuestro refugio para el rezo del oficio divino y para la celebración eucarística.
Arquitectónicamente, Teruel atrae por sus torres mudéjares, como la del Salvador y la de San Martín. De ladrillo rojizo, como gran parte de esta ciudad, y como la colmena, bloque de pisos, próximo al convento, donde gocé de la amistad de las familias allí residentes, gente buena y simpática. Su recuerdo me resulta imborrable, pues me hicieron descubrir un mundo desconocido en el que aprendería aspectos fundamentales para la decisión que, años más tarde, habría de tomar. De allí tomaba prestada una bicicleta, con la que, alguna vez, marchaba de paseo con mis compañeros hasta Albarracín. Si pensamos que esto se hacía en verano, y que llevábamos puesto el santo hábito, el ir en bicicleta hasta ese bello lugar tenía su mérito.  
Entre los compañeros de Teruel había uno al que le gustaba muchísimo el teatro. Organizó varias obras y siempre contaba con mi participación. Recuerdo que una de ellas se titulaba la ciudad sin Dios, de Joaquín Calvo Sotelo, en la que tuve que hacer de comisario político. Las botas me las prestaron en el cuartel de la Guardia Civil. Otra obra fue el verdugo de Sevilla, de Muñoz Seca. Y una tercera, la hidalga del valle, de Calderón de la Barca.  He de considerar como compañeros, igualmente, a los terciarios capuchinos y a los seminaristas diocesanos, cuyos cantores nos juntábamos para enriquecer celebraciones litúrgicas o dar conciertos.
Mis otras salidas de Teruel lo fueron a Zaragoza, a Valencia, en cuyo conservatorio de música me presentaba por libre, a Burgos, para asistir al Congreso Internacional de Misionología, y a Murcia, a causa de la enfermedad de mi padre que, poco después, le llevaría a la muerte, 22 de abril del 67. La inminencia de su fatal desenlace adelantó mi ordenación como diácono y como sacerdote. El diaconado me fue conferido por el obispo franciscano, ya jubilado, fray León Villuendas Polo, que lo había sido de Teruel. Hombre afable, alegre, sencillo. En cambio, fue el obispo Juan Ricote Alonso quien me dio el presbiterado, 11 de marzo de 1967. Éste vino en sustitución del obispo franciscano.
Con motivo de la Navidad solíamos organizar una especie de salto a la fama, o primer aplauso, en el que cada uno mostraba sus cualidades artísticas y canoras. Ni qué decir que el canto era plato fuerte en la vida comunitaria. Así lo muestran nuestras intervenciones dentro y fuera de casa. Por ejemplo, cuando en abril del 66 tuvimos que asistir a los funerales del padre del ex ministro Navarro Rubio, en Daroca, asistiendo el ministro de Hacienda y el arzobispo de Zaragoza.
Cambiando de tema. Anotaba el 24 de abril del 66 que, de unos días acá, parece que cambia la situación nacional, según los datos que facilita la nueva libertad de prensa. De hecho, no acabaría el año sin que Franco diera a conocer la Ley Orgánica del Estado, votada en referéndum el 14 de diciembre, con votos afirmativos en número de dieciocho millones, mientras que los negativos no llegaban a cuatrocientos mil, según se dijo entonces. Cuatro días más tarde, Teruel sería testigo de una catástrofe ferroviaria entre el automotor, que marchaba de Teruel a Zaragoza, y el tren naranjero, que venía de Zaragoza hacia Valencia. Al día siguiente, el impresionante entierro de los cadáveres era presidido por el obispo de la ciudad.
Aunque el lugar, como digo, era tan pequeño como encantador, la vida turolense  se manifestó rica en matices humanos tan difíciles de plasmar en poco espacio como de olvidar en lo por venir.

Alfonso Gil González

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