Capítulo XIX
Cambio de rumbo
Puede decirse que, con el mes de julio de 1977, experimentaré un cambio aparente, pero muy significativo. Laboralmente, fue bueno, incluso inicié con mis compañeros de oficina algunas conversaciones de índole religiosa. En otras no quise participar por considerarlas no apropiadas o incorrectas. De todos modos, fue un mes muy importante. Algunas experiencias vividas en lo más profundo de mi corazón me llenaron de gozo y de tristeza a un tiempo. Cosas que nunca creí podrían tener la crudeza de que estaban revestidas. Pero, indudablemente, cosas de este mundo, de las que, por tanto, no me escandalizaba lo más mínimo.
El día 30 de julio del 77 recibí la respuesta de Roma, en la que se me dispensaba de mis votos religiosos y se me recordaba lo establecido en el derecho canónico. Pero yo no pedí sino ofrecerme a la Iglesia y al mundo como un ser normal, es decir, con posibilidad de contraer matrimonio, sin que ello tenga que menoscabar mi sacerdocio –“hombre entre los hombres”- ni mi vida religiosa. ¿Quién lo entendería? Desgraciadamente, mi solicitud no fue atendida en los términos planteados. Pienso que ni la leyeron. Y me imaginé que, para muchos, sería simplemente un desertor o, a lo más, un chiflado a lo don Quijote, que cree ser un héroe, cuando sólo combate con molinos de viento. Esta era la triste y trágica realidad. De hecho, continuaría mi vida de siempre: la eucaristía de cada día, las reuniones semanales en la Parroquia, el apostolado entre los que conmigo trabajaban…
El mes de agosto del 77 no tuvo especial relieve. Tenía que trabajar, pues no me pertenecían vacaciones, y ya tenía que ir viendo con L aquellas cosas que se necesitaban para casarse. Va a ser septiembre quien ponga una nota de expectación, casi dramática, al tener que ser ingresada L en el hospital “Primero de octubre” de Madrid, para ser intervenida de un nódulo frío en el tiroides. La semana del 26 de septiembre al 1 de octubre será, por esa causa, la gran prueba por la que ambos, todavía novios, tendríamos que pasar, y superarla con la mayor de las confianzas en el Señor. Ella se pasaría en dicho hospital unos veinte días. Estuvo en la habitación 14 de la primera planta.
En este mes de septiembre, recibí la visita de una de las hijas de Pascual Marco, mi amigo alicantino. Me habló de lo decepcionados que estaban por la incomprensible actitud y raro silencio del padre Alfonso. Pero, cuando ella volvió a Alicante, les llevó muy buenas noticias. Mi participación en la vida parroquial fue mucho mayor, aunque no pude ir con la frecuencia que solía a causa de la grave situación en que se hallaba mi futura esposa.
Pero, en octubre, se encontraba ya perfectamente. Yo residía ahora en la calle Constancia 41-3ºC, en el mismo apartamento que tendríamos en los primeros meses de casados. Buscábamos la posibilidad de irnos a vivir a Alcalá de Henares, pero las cosas no saldrían así, como diré más adelante.
¿Cómo resumir el mes de noviembre del 77, tan lleno de acontecimientos previos al “gran momento”? Estuve en la oficina de la calle Juan de Urbieta 42, hasta el día 11 de este mes. Dos días más tarde, ya trabajaba, para la misma empresa, en el almacén que estaba situado en el cruce de la carretera de Vallecas-Vicálvaro con la Nacional III que va a Valencia. El 18, marcho en tren para ver a mi madre y comunicarle la noticia de mi próxima boda. Ella tenía que saberlo de mi propia boca. En Cehegín visitaré el convento franciscano. El día 20 ya estaré de vuelta en Madrid. Antes, tuve que ir con mi Loli al obispado de Madrid. El 24 ya están todas las invitaciones hechas. El 25, haré mi última jornada laboral como soltero y, como cada día, iré a misa y confesaré.
El día 26, sábado, festividad de los desposorios de san José y la Virgen María, Loli y yo nos casamos, a las 5 de la tarde, en la iglesia parroquial de Ntra. Madre del Dolor, en una solemne misa, concelebrada por varios sacerdotes, en la que dije la homilía y expliqué, al enorme gentío que nos acompañó, el por qué nos casábamos, y sin renunciar a mi sacerdocio. Hubo gente de todas partes. Se presentaron los compañeros de las empresas en que trabajábamos. Una hermana mía hizo de madrina, y de padrino hizo un tío de mi esposa, que también lo era de su bautismo. El banquete se celebró en el salón de actos del Colegio Fundación Caldeiro, anexo a la Parroquia. Cada uno llevó lo que quiso, y, allí, algunos cientos de personas compartieron su gozo y su comida. La tarta fue regalo de la comunidad parroquial. De fotógrafo hizo un compañero mío, también sacerdote. Entre los invitados, mi antiguo rector del Colegio Seráfico y la viuda de Javaloyes, que se presentó desde Orihuela con algunos de sus hijos. Cantó el coro parroquial. Presidió el párroco, Cruz Goñi.
Era muy natural que la boda del padre Alfonso despertara especialísimo interés. Él rompía, casándose, un tabú, rompía una barrera. Iba a demostrar que sacerdocio y matrimonio no sólo son posibles a un tiempo, sino también convenientes. Pero el tiempo, sólo el tiempo me daría la razón.
Nos quedaromos en Madrid el resto de noviembre. La “luna de miel” la iniciamos en la calle Constancia 41 y, a partir del 2 de diciembre, la prolongaríamos en un breve viaje a Alicante, Elche y Caravaca de la Cruz, pasando lógicamente por Cehegín. El 7 de diciembre ya estábamos nuevamente en Madrid. Y, el 12, me reincorporaría a mi trabajo en la empresa de maderas. Trabajo que tendría que acelerar hasta la víspera de la Navidad, en que recibí una caja de alimentos y golosinas propias de ese hermoso tiempo. Al acabar ese año de 1977, escribo: “Estoy cansado de trabajar en la madera. Me parecerá mentira el día que coja un trabajo mejor, que me permita realizar mi vocación apostólica”. ¡Todo llegará!
En alabanza de Cristo. Amén